Por Daniel Medina
Para LA GACETA - TUCUMÁN
- ¿Cómo surgió la idea, o la necesidad de escribir Nigredo? El libro parece apostar por lo anacrónico. Creo que dialoga más con el grotesco criollo de Discépolo que con la mayoría de la literatura actual.
- Pienso en Buenos Aires como un espectro, una necrópolis de extrañas voluntades perdidas. Algo que uno puede rastrear no sólo en Arlt, en ese mundo perimido de locoides y de solitarios que hablan raro, y en el grotesco criollo, sino también en todas esas experiencias perdidas de Boedo, especialmente en Elías Castelnuovo. Autor de obras extraordinarias, lunáticas, nocturnas, que hoy, inhallables, sólo cabe exhumar. Osvaldo Lamborghini descreía de esta literatura: “la sanata”, “la cosa llorona”, decía. Yo creo, en cambio, en la dimensión instrumental del sentimentalismo llorón y en la necesidad del “horrorreír”, como dice el otro Lamborghini. Nigredo es para mí el reflujo de ese mundo perdido, apenas una parte de una especie de ambiciosa e inepta saga lunfargótica y alquímica de la cual ésta sería una primera parte minúscula. Cada libro va ilustrado por el facineroso de mi hermano. Ese mundillo tenebroso, emparentado al de las familias mortuorias de Ray Bradbury o Charles Addams, es la paisajística mental en la que vivo y desde la que leo todo. No creo que podamos apostar por lo anacrónico, sino que lo anacrónico apuesta, todavía, por nosotros. Hay en esa retroinhumación de viejos fósiles lunfardos algo que todavía puede darnos respuestas. Recuerdo ahora una frase de Murena, en La metáfora y lo sagrado, donde declara su voluntad de volverse cada día más anacrónico para alcanzar alguna vez la dicha de desentenderse del tiempo. Yo creo en eso. El anacronismo como método, pero cuyo resultado no es sólo desentenderse del tiempo, sino también invocar el fantasma de la vieja familia y revivir los perimidos pactos de sangre. En cuanto a un diálogo con la literatura actual, yo creo que sí hay, pero no con cierto mercado contemporáneo, sino más bien con otra literatura actual cuya fuerza de extrañamiento y cuyo llamado atávico es quizás inasimilable por el mercado cultural.
-Hace mucho que no leía un libro que me enviara tantas veces al diccionario. Supongo que no te interesa mucho el minimalismo que caracteriza a la prosa de gran parte de cuentos y novelas que hoy se publican...
-Sí, el minimalismo, el narrativismo, la saturación de los géneros, los derivatismos predigeridos, las modas oportunistas, en fin… Nada de eso. Veo ahí una esterilidad inexplicablemente celebrada. Como Laiseca, como cierta estirpe neobarroca, yo querría escribir con todo el diccionario, desde el casticismo cervantino hasta el lunfardo más pulverulento, por la sencilla razón de que en la exageración está lo Real. El minimalismo angloamericano postula siempre el menos es más. Yo quiero pensar, en cambio, que más es más. Que sólo así podemos agregar una letra al “descifradero de Indias”, como llama Libertella al Corpus Hermeticum de la literatura latinoamericana.
-¿Podés adelantarme un poco de La danza de los juguetes rotos, tu nuevo libro?
-Todo lo que me interesa leer y, en consecuencia, escribir, tiene una dimensión patográfica. Escribir y retener la propia locura para construir con esos materiales una pequeña mitología privada, una mitología al uso. La danza de los juguetes rotos es como un manual de rituales no para conjurar fantasmas, sino para convertirse en uno. El cuentito es simple (situado en Alemania, para más placer): la madre despreciada por su marido y olvidada por su hijo decide entregarse al rigor de una vieja disciplina oriental, la danza japonesa del butoh. Una casi ciencia del feísmo que sirve para transfigurarse y convertirse en alguien con vastos poderes mentales. Mi interés es aquí literal, más allá de toda metáfora. Por lo demás, Ignacio Bartolone, que es un dramaturgo que admiro mucho y que escribe la contratapa del libro, da cuenta mucho mejor del espíritu del sainetonto que pasa adentro.
-Sos doctor en Letras, becario del Conicet. Yo vivo en una provincia donde muchos creen que no hay que estudiar Letras si uno quiere ser escritor. ¿Cómo fue tu experiencia en ese sentido? ¿Qué le recomendarías hacer alguien que está por salir del secundario y sueña con ser escritor?
-La carrera de Letras o el Conicet son instancias contingentes. Soy doctor en Letras como podría ser doctor en Ciencias de la Siesta. Pueden tener cierta utilidad, siempre y cuando uno sepa extraer ese quantum de utilidad. También pueden ser instancias perfectamente inútiles. La academia puede ser un nido de víboras castrantes o un reino de hadas estimulantes. Habrá que ver… Estudiar Letras para ser escritor es quizás un juicio de una linealidad peligrosa. Tampoco puedo recomendar sin hipocresía cómo dar el salto mágico para convertirse en escritor cuando personalmente juzgo que la mayoría de lo que actualmente se llama literatura es el producto modestísimo de un mercado sin ambiciones intelectuales de ningún tipo. La pregunta sería cómo convertirse en cierto tipo de humano y en qué clase de humano: ¿uno querrá ser de Oro o de Barro? Daría una simple clave: devenir anacrónico en grado sumo. Volverse un hidalgo pobre, un príncipe croto. Leer a humanos que escribieron en épocas en que las cosas que se daban y se quitaban eran más graves. Sólo leer viejas filosofías supersticiosas. Escribir si hay tiempo. Leer cosas que hagan tener raros pensamientos. Es más, y para dar un consejo más legible y menos Vizcacha, diría: el que quiera escribir libros gordos y volverse un forzudo del pensamiento, que estudie Filosofía (la carrera o la cosa, ambas son válidas), y que luego de haberse ejercitado en lo invisible, lea un metro cúbico de literatura anterior al siglo XX. Y ahí el tipo ya está listo para arrancar.
-De no ser por Nudista y otras editoriales del interior, mucho de lo que se escribe lejos de Buenos Aires jamás vería la luz. ¿Qué se puede hacer para cambiar esto?
-Nudista tiene un catálogo extremadamente atractivo, pero no creo que su única virtud sea la de publicar literatura del interior. Tampoco se opone a Buenos Aires, sino en todo caso a cierta lógica de mercado que, naturalmente, impacta más en las capitales del mundo. Uno dice “ver la luz” como sinónimo de publicar. Es raro. Yo no creo que una escritura vea la luz por ser publicada. Yo he leído obras maestras todavía inéditas y no creo que la conversación sobre una escritura extrañísima deba reducirse a si está o no publicada. Yo no pondría tanto el eje de la cuestión de publicar. Lamborghini dice “primero publicar, después escribir”. Está bien. El apotegma tiene su gracia y mucha gente hoy se lo toma al pie de la letra. Pero yo lo invertiría igualmente a su instancia original: escribir. En todo caso, publicar debería entenderse como una operación cuya seriedad consiste no sólo en hacer circular un libro ya mismo, sino también en crear la materialidad de su existencia para el futuro, en convertirse en un objeto capaz de ser leído en el futuro de la Fundación Civilizatoria. En el caso de Nudista y de su editor, Martín Maigua, que tiene un tímpano muy especial, creo que lo que hay es una búsqueda de literatura. Esté donde esté. Por eso, quizás no debería sobresignificarse el sentido de una literatura del interior. La pertenencia al interior termina convirtiéndose a veces en una exigencia casi deprimente del mundo cultural, la prepotencia de un federalismo incluso autoimpuesto. A Borges le preguntaron qué opinaba sobre la literatura cordobesa. Él respondió que hablar de “literatura cordobesa” era como hablar de “equitación protestante”, es decir, ¿qué tiene que ver una cosa con la otra? Una literatura se llama a sí misma “del interior” cuando ya no tiene nada más importante en qué creer. Una literatura que se define como “del interior” a mí no me interesa desde el vamos. A mí me tienen que atraer con exageraciones cósmicas. Díganme que una obra me va a dar la llave de Salomón, que me va a acelerar el crecimiento del tercer ojo, díganme que la escribió un genio que ve visiones en sueños… Exijo superstición y extrañeza y atmósfera. Que me digan que una novela es, por ejemplo, mendocina, no me hace levantar una ceja. Yo leo a un mendocino al que admiro mucho, Marmat, autor de la inédita y ya mítica Malasya. Y no lo leo por mendocino. Lo leo por monstruo. Recuerdo a Mario Bellatin diciendo que él no tenía por qué identificarse con el escritor mexicano que tiene al lado y que, a lo mejor, el escritor con el que se identifica está en Egipto o en China. Por ejemplo, yo me siento uruguayo, pero por razones ontológicas. Sólo estuve siete días de mi vida en Montevideo, pero eso no tiene nada que ver. Leer a Levrero, a Marosa di Giorgio y a Polleri… eso sí tiene que ver.
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Perfil
Agustín Conde De Boeck nació en Tucumán, en 1987. Es licenciado en Letras por la UNT, doctor en Letras por la Universidad Nacional de Córdoba y becario postdoctoral del Conicet. Ha publicado los libros El Monstruo del delirio. Trayectoria y proyecto creador de Alberto Laiseca (La Docta Ignorancia, 2017), Sinfonía para un Monstruo. Aproximaciones a la obra de Alberto Laiseca (Eduvim, 2019; en coautoría con Celeste Aichino), H.P. Lovecraft. Vida y obra ilustradas (Diábolo, 2019) y Vida, obra y milagros de Marcelo Fox (Borde Perdido, 2021; en coautoría con Matías Raia). En 2022 publicó la novela Nigredo (editorial Nudista).